Aquella mañana de mayo del
74, María ‘La guapa’, mi madre, pasó por el puesto de pescado de Benavides en
el mercado de abastos de nuestra pequeña ciudad. Compró ocho lenguados, y
doscientos gramos de calamares cortados en rodajas. Con el carrito ya rebosando
y dos bolsas de plástico en la mano derecha, había completado su compra del
sábado. Al bajar las escaleras del magnífico edificio en ladrillo rojo que aún
hoy alberga este mercado de pescado, una de las bolsas se rompió. Varias mujeres
se agacharon para ayudarla a recoger melocotones y limones, entre risas y
comentarios jocosos.
_¡Pues está la fruta barata
para tirarla así María! – bromeó la tendera de un puesto cerca de la puerta,
mientras le enseñaba una bolsa de plástico que una de las señoras vino a
recoger. Lo colocaron todo, y cargada como una burra, Mariquita tomó la calle
Cervantes abajo camino de casa.
Llegando a SAFA, el colegio
en el que estudiaban mis hermanos se topó con Isabel ‘La vilcheña’ que subía con
su hija mayor en dirección al mercado. Dejó las pesadas bolsas en el suelo y,
en medio del griterío de niños sin clase al otro lado de la tapia, intercambiaron
un saludo y pésames varios. Justo antes de despedirse, ya recogiendo su mercancía,
mi madre se dirigió a la niña;
_ Ya lo tienes todo listo para la comunión cariño?, Es mañana verdad? –dijo sonriendo
Rosario, una niña delgaducha
de pelo largo y castaño, bajó la cabeza con timidez y balbuceó un –Sí- casi
inaudible.
_ ¿Qué te pasa chiquilla?,
-se extrañó mi madre
_ Nada María,-saltó la madre-,
que no tenemos pa’l vestido. Se pondrá el rosa, que está muy guapa con él.
La niña, avergonzada, soltó
la mano se du madre y dándoles la espalda se acercó a la tapia de la escuela,
observando desde el enrejado de piedra los juegos de aquellos que venían en sábado
a echarse partidillos.
Mi madre dijo adiós y siguió
su camino. Al llegar a casa, mil tareas la esperaban; preparar comida, lavar
ropa…y aún tenia que terminar dos trabajos, el traje de chaqueta de una clienta
muy exigente, pero que le daba muchos encargos y pagaba bien, y unas colchas
para una boutique de decoración del centro. Su don para la costura y desbordante creatividad la habrían llevado muy lejos de haber vivido en otra ciudad, o país,
en Francia o Italia por ejemplo. Pero en el entorno provinciano de nuestra
ciudad, todo quedó en simple reputación de buena modista.
La noche llegó y poco a poco
nos fuimos acostando todos. Todos, menos ella, que aún exhausta como cada
noche, se reunió sin falta con aquella gran compañera, su máquina de coser Alfa. El clac, clac, de aquella máquina
negra con tablero de caoba sonó a la una, y seguía sonando sobre las dos y las
tres, según cuenta Ana, mi hermana mayor. Así, la noche se llenó de horas, para
colmar su empeño y cuando ya la luz del sol le castigaba los ojos, el rítmico claqueo
cesó. Mariquita salió de casa mientras todos dormíamos, con una bolsa de papel
en la mano. Camino unos cuarenta o cincuenta metros, los que separaban nuestra
casa de la de la Vilcheña y llamó a la puerta; Volvió a golpear algo más fuerte
y la puerta se abrió. Isabel asomó la cabeza, Con asombro al reconocerla exclamó en susurros:
_ ¿Qué pasa María?
_ Toma, para Rosario; espero
que le guste, - dijo entregándole la bolsa donde se dibujaba el logotipo de una
boutique cara.
Isabel agarró la bolsa
intrigada y miró el interior. Volvió la vista hacia mi madre con los ojos
comenzando a humedecer.
_ Eres un ángel raro, María,- dijo
Sacó el contenido, dejando
caer la bolsa al suelo. Un precioso vestido de color blanco roto se desplegó. Tenia
mangas de farol y falda de raso ceñida con un grueso lazo rosa de tul.
_ Te dejo que voy a echarme
un rato antes de que se levanten las fieras,- dijo alejándose camino de casa.
Desapareció calle arriba,
mientras Isabel, aún boquiabierta, gritaba –¡Rosariooo, Rosariooo…! -
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