¿Que cómo descubrí el ateísmo?...
Cuando tenia solo ocho años,
viví un episodio que, aun pareciéndome hoy gracioso, me amargó mi
tranquila existencia de niña.
Una tarde de primavera,
mientras jugaba como siempre de forma salvaje corriendo calle arriba y abajo a
la captura de alguno de los niños, digo bien, niñOs, de mi banda del barrio, me
torcí el tobillo derecho. Este se hinchó de inmediato y, con más miedo por lo
que mi padre me soltaría - bofetada segura- que por la imagen amorfa de mi pie,
me dirigí a casa a la pata coja. Así fue como ocurrió mi primera experiencia
sanitaria. Hasta hoy, nunca me han
operado de nada, a excepción de varios puntos de sutura, resultado de otra
aventura que os contaré en otra ocasión.
De manera que, el solo hecho de tener que ponerme una escayola supuso una gran hazaña.
A la mañana siguiente del
accidente, me fui con mi madre al centro ambulatorio para que me vieran la pierna.
Veredicto: fractura simple del tobillo en su parte externa, que necesitaba
inmovilización por yeso. cosa que hoy, igual habría pasado por un simple
esguince y una tobillera.
La escayola debía llevarla
durante un mes.
- Un mes...un mes... -se repetía mi madre,
como intentando encajar el golpe, mientras yo, hipnotizada por el ritual del
médico enrollando capas y capas de tela húmeda alrededor de mi pierna, no podía
dejar de pensar; Este tío está loco, pero esta tela está fresquita. Debo precisar que, para una niña inquieta
como yo, limitar la actividad física durante un mes, no era solo un castigo
para mí, lo era más, si cabe, para los que me rodeaban.
Cuando volvimos a casa,
tumbada en el sofá, con la pata en alto, no paré de quejarme. Mi madre -pobrecita- intentaba en vano ocuparse de la comida, la ropa...
_ ¡Mamá!
_ ¿Qué?
_ ¡M'aburroooooo!
_ ¡Pues cómprate un
monooooooo!
Y así una vez, y otra, y
otra. No recuerdo cuántas veces se repitió la escena, sin que por ello, mi
madre perdiera la calma y me enviara al cuerno. Ese día fue uno de los más
largos de mi vida. Al final, gracias a mi tozudez, convencí a mi madre de
dejarme volver al colegio al día siguiente. Me sentí tan excitada y especial
luciendo mi escayola.
Mi colegio era uno de los
dos centros educativos que las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús tenían, y aún
hoy tienen en mi ciudad. Por entonces andaba yo en mi quinto año de educación
religiosa. Yo nunca había conocido otra cosa. Mis amigas y vecinas estaban
todas en ese, u otro colegio de monjas. Pasaron años antes de que me
relacionara con estudiantes de la educación laica. Lo que pasaba dentro de los
muros del colegio -llamado convento en aquella época- , para mí era lo normal:
Que la Hermana María José nos calentara la palma con su gran regla de madera,
cuando las respuestas a sus preguntas no eran de su agrado, era lo normal. Que
nos soltara una bofetada de girarte la cara 90° porque se te escapara un taco
en clase, pues era naturalmente cotidiano. No resultaba extraño porque era así,
y basta. Por suerte no eran todas como
ella. La Hermana Josefina era toda bondad. Además de ser esbelta y
elegante -incluida su verruga a lo Cindy
Crowford- era muy inteligente. Me gustaba el tono que utilizaba al hablarnos,
como si nos considerara adultos. Eso me daba confianza. Ella màs que enseñarnos cosas, nos hacía reflexionar sobre ellas. Todo ello hizo que
sintiera, y aún hoy lo sienta, un gran respeto por ella, a quien más que como
una monja, siempre vi como una gran educadora. Del resto, incluidas las
maestras no religiosas, ni hablo, podría
herir la sensibilidad de alguna que otra persona.
Al principio detestaba aquel
cuerpo extraño y pesado que debía arrastrar, como si de una penitencia a mi
apasionada forma de jugar, saltar, correr, en definitiva, de vivir, se tratara...
pero, poco a poco la hice parte de mi. Lo pasé realmente en grande con aquella
escayola. Era grande, hasta la rodilla, y culminaba en un gran tacón al que el
médico había pegado un recuadro de caucho para amortiguar el peso de cada paso.
Muy pronto, hacer equilibrios sobre el tacón, se conviertiò en el más divertido
de mis pasatiempos. Me hacía ganar altura, y eso, aunque ya era alta para mi
edad, me hacía parecer aùn más fuerte y original ante mis compañeras de clase.
Siempre había riña para disputarse quién me acompañaba a la capilla, al comedor
o al campo de deporte, donde claro está, me quedaba aparcada leyendo en un
banco durante una hora.
Los primeros días me
comporté bastante bien, toda una señorita. Una semana después, comenzó LA
FIESTA!!! ....
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